lunes, 31 de mayo de 2010

DIARIO SUR - MALAGA - 29/05/2010

La novela de Fernando Gómez da una vuelta de tuerca a la novela clásica de terror -
Antonio Garrido

El salón se ha quedado en silencio y los reflejos de las bujías en los espejos crean danzas de luces y sombras, en una de las tribunas que dan al jardín una joven recibe la luz de la luna y mira absorta al hombre que, para el que observa desde el interior, está de espaldas. Es muy alto y una capa lo cubre hasta el suelo, la prenda tiene vueltas rojas; su cabeza se va inclinando, muy lentamente, hacia el cuello que ella le ofrece, abandonada, entregada. La luna los recoge en el mismo encuadre. Unos colmillos, amarillentos, se clavan en la carne y unas gotas de sangre descienden, como un esquiador, por la suave pendiente alba en la que azulean las venas.
La imagen del vampiro es uno de los iconos claves de la contemporaneidad, sobre todo desde que Stoker escribiera su 'Drácula' y desde que Lugosi encarnara al personaje en la pantalla grande. No hay que olvidar que el vampiro nace en la sociedad victoriana y lo hace como lo prohibido deseable, como una transgresión de la moral puritana, como el triunfo de un placer prohibido que anida en lo más íntimo; al mismo tiempo el vampiro es una rebeldía radical porque significa el triunfo de una vida después de la muerte, un desafío a la biología y a la religión.
Las obras que tienen al vampiro como centro son centenares y básicamente nos lo presentan de dos maneras, como elegante conde de los remotos Cárpatos o como repugnante larva que se arrastra, sea el caso del admirable 'Nosferatu' de Murnau. La tipología vampírica se puede extender pero no es el lugar, sí lo es señalar la originalidad de esta novela de Fernando Gómez porque en ella el vampiro no aparece. El título remite al universo del sainete, 'El vampiro de Cartagena' suena a pieza cómica y despista al lector. Se trata de un guiño, de una mueca divertida y original del autor.
¿Qué se puede hacer con un personaje que se nombra pero al que no conoceremos? Mucho, sin duda, pero de otra manera, de una forma periférica. La narración se centra en los personajes y en unas acciones que se atribuyen al vampiro, a ese supuesto vampiro que llegó en «un ataúd, posiblemente de nogal, barnizado en negro, muy pulido, con forma de trapecio y con cuatro agarraderas que venían a representar unas culebras entrelazadas, dos a cada lado». El paquete llega al servicio correspondiente de la aduana de la Estación Marítima de Cartagena donde «nunca había visto que un bulto fuera descargado con tanta rapidez del buque que lo transportaba».
El autor nos ha situado en plena Guerra Mundial, la Primera, aquella que se pensó como la última, la que destruyó un orden secular y que, al final, dejó preparado el terreno para la que vino después. España tuvo la suerte de ser neutral y se benefició mucho vendiendo todo tipo de productos a los contendientes. Cartagena, zona de minas, se desarrolló de forma rápida aunque cuando las aguas volvieron a su cauce al final de la contienda el desarrollo económico quedó en espejismo.
Elementos de sainete
El mecanismo elusivo es la clave del texto, no sabemos, no se nos desvela nada del, en teoría, protagonista, sólo efectos sin causa y efectos que podemos poner en duda. Muy hábil el autor a la hora de organizar la estructura, nos deja a solas con nuestra imaginación, que cada cual diseñe al vampiro a su gusto como esas pizzas donde eliges los ingredientes.
He usado la palabra sainete y no faltan elementos del género aunque veo más componentes de esperpento amable por la caracterización de los tipos. El aduanero es un hombre ordenado, tímido, que no se atreve a hablar en la tertulia a la que asiste como oyente, cumple un horario repetido en el que se encuentra cómodo, está casado y al final de la novela pasea con sus dos hijas, cerca del cementerio, para recoger florecillas. Es el elemento pasivo de la acción; su deseo mayor es que se inauguren las nuevas instalaciones de la paquetería gracias a los buenos oficios de un ministro. No aspira a más, un funcionario en estado puro y bastante eficaz en lo suyo.
La llegada del ataúd lo perturba, rompe su dorada mediocridad y, no digamos cuando, después del viaje a La Coruña, el inquietante objeto le es devuelto. El elemento activo es el cura, un sacerdote con visos de loco, una especie de doctor Van Helsing con sotana que persigue al supuesto vampiro encerrado en su caja y que utilizará todos los remedios tradicionales: la estaca, los ajos, cortarle la cabeza. Entre los dos personajes se establece una relación de comprensión mutua y casi hasta de afecto.
El humor es un componente fundamental de la narración. El vampiro, pese a su magnetismo, es una figura siniestra y muy, muy peligrosa, sobre todo para los que no tienen espíritu aventurero pero aquí lo entrevemos en la niebla del distanciamiento. No falta la narración de escenas terribles aunque la novela no deja de tener en todo momento y esto es el mejor mérito de la historia un envoltorio irreal, como si el vampiro apareciera en la tertulia y se sentara tranquilamente a contar sus aventuras mientras bebe a pequeños sorbos la sangre de su última víctima mientras mordisquea una rosquilla de ajonjolí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario